A un metro de ti (Historias de Metro)

[Esto lo escribí en el metro. Se engloba dentro de la sección que yo llamo «Historias de Metro». El metro de Madrid tiene unos anuncios con el eslogan «A un metro de ti», y me me ocurrió pensar en qué contexto la frase «Estoy a un metro de ti» no sería perturbadora de oír. Quise empezar una historia con esa frase, y me salió esta historia grotesca de amor abusivo, que, por lo demás, no tiene nada que ver con el metro de Madrid ni con la locomoción en general]

Él dijo: Estoy a un metro de ti; y de algún modo supo decirlo de una manera que no me dio miedo.
Naturalmente, no había nada más que aire a un metro de mí, pero no se lo dije, porque él se enerva mucho si le llevo la contraria.
Yo estaba sola en un prado con vistas a la playa. El sol se iba tras el horizonte y teñía la tarde de naranja. Los grillos habían comenzado su canción lasciva y ya su voz sonaba sufrida al salir por los agujeros del suelo, y el aire olía a hierba recién cortada y a percebes temblando de placer. La marea susurraba sonidos sexuales de sal, y la espuma saltaba sobre las rocas más grandes, que eran como tortugas demasiado viejas para molestarse por los bañistas, y se diseminaba por su espalda antes de volver al mar en un parpadeo y dejar a los guardianes de la playa con el lomo sudoroso y sedientos de más. No tenían mucho que esperar, porque al cabo de seis embestidas del mar venía una séptima que los volvía a cubrir de espuma, y el baile eterno del agua y las rocas y la canción de los grillos y el olor de los percebes me hizo pensar en él, que, aunque había dicho estar a un metro de mí, yo lo sentía muy lejos.
Lejos estaba el acantilado del que salía el faro, erguido hacia el cielo y la luz de la ventana estaba encendida, porque dentro se preparaban para seducir a los barcos cuando llegase la noche. Las gaviotas concluían su jornada y se retiraban a dormir al vertedero, luchando en el aire boca contra boca por los últimos pedazos de cadáver de muil. Los pescadores rezagados, abajo del acantilado, tiraban sus cañas al mar para engañar a los peces trasnochados a que mordiesen la muerte, o metían palos en el agua para que los pulpos que no se han retirado por la tarde los agarren con sus piernas y así, con las piernas aferradas a lo desconocido, conozcan su final.
El faro erguido y los mordiscos de las gaviotas y la danza con la muerte de los pulpos y los peces me hicieron pensar en él, que aunque me había dicho que estaba a un metro, yo lo sentía tan lejos.

La última vez que hablé con él me había insultado, y yo le había insultado, y él me dijo que no hacía más que herir a la gente a mi alrededor, y yo le pedí que se fuera y él se fue. Esto sería en mayo, si no ya en junio, y no volví a saber de él hasta que me dijo «estoy a un metro de tí». Y a mí me dolió lo mucho que me alegré de oírle.
Tomé valor y le dije: Estoy yendo a un psiquiatra.
Y el me preguntó: ¿Para qué?
Por tí. Ya lo sabes.
Él sonó muy preocupado: ¿Por mí por qué? ¿Para quitarme de enmedio?
Bueno, si, ya sabes. No puedo seguir contigo. No podemos estar así ya más. Ya hace tiempo que tenía que haber hecho esto.
Pues joder… ¿Y qué te está haciendo el psiquiatra? ¿Comerte la puta cabeza, como hacen todos? ¿Susurrarte al oído? Qué, ¿vas a un tío que te dice que yo no soy nadie, y que me eches?¿Qué pasa? ¿Te quiere follar el psiquiatra ese?
Por favor, no lo hagas más difícil… Me está dando unas pastillas.
¿Unas pastillas de qué? ¿Qué te tiene que andar drogando el tonto ese?
Pues de qué van a ser, hombre. Para la esquizofrenia. Para tenerme a mí misma controlada.
¿Qué pasa? ¿No estabas bien conmigo? ¿No era cariñoso o qué? ¿No estaba bien el sexo?
Por favor, cállate. No te quiero oír. Ya no te veo, ¿sabes?
¿Cómo que ya no me ves?
No, no te veo. Ahora solo te oigo. Son las pastillas. Supongo que te dejaré de oír también. Espero que sea así. No esperaba que volvieses hoy. Está siendo muy duro. Vete ya, por favor.
Algún día te vas a olvidar de las pastillas, ¿sabes? O se te van a acabar. O vas a querer dejarlas. Y te voy a estar esperando.
No creas que no lo sé. Voy a estar preparada para eso, o lo voy a intentar. Mira, siento que las cosas hayan sido así, pero no puedo más, Antonio. Eres una parte de mí que quiero destruir, antes de que tú me destruyas a mí.
Te voy a querer siempre. Eso lo sabes, ¿no?
No existes, Antonio.
Me da igual. Voy a seguir ahí dentro. Y algún día el amor podrá funcionar otra vez.
Vete, por favor.

Esa fue la última vez que oí a Antonio. Abajo, el sol dejaba sus últimos suspiros naranjas en el mar antes de retirarse. Las tortugas gigantes descansaban apacibles y el mar, que se había calmado, las acariciaba en su sueño. Los pulpos iban ya muertos en las bolsas que los pescadores metían en el maletero, y las gaviotas digerían los muiles mientras dormían en el vertedero.

Saúl Fernández.